Efemérides Patrias: La trascendencia de una misión

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Por Luis R. Decamps

Una de las entidades públicas dominicanas de mayor relevancia desde el punto de vista de su misión (que es la de mantener vivo el amor por nuestros ancestros más gloriosos y robustecer el ser nacional a través de la rememoración y la promoción de las hazañas y los personajes que labraron nuestra personería histórica y la han mantenido viva a lo largo de más de dos siglos) es la Comisión Permanente de Efemérides Patrias (CPEP).    

Creada el 25 de enero de 1997 en virtud del decreto No. 3697, la CPEP, con sus altas y bajas provocadas por los desniveles de compresión de nuestros gobiernos o gobernantes respecto de su trascendental faena y (¿por qué no decirlo?) también por la desigual intensidad de su devoción por nuestro pasado glorioso, sin la menor duda ha contribuido a mantener vivos en el imaginario colectivo el ideario y la andadura patrióticos de nuestros grandes hombres.   

La relevancia aludida, con raíces que obviamente se hunden en el pasado pero que tienen indudables proyecciones espirituales sobre el presente y el futuro del país, acaba de ser evidenciada con las actividades desarrolladas por la citada entidad en el marco del “Mes de la Patria”, una loable y emocionante jornada de exaltación de los valores eternos de nuestra nacionalidad.   

Durante casi cinco semanas de estímulo al fervor y la exhortación paradigmáticas, ante nuestros sentidos físicos y nuestra conciencia desfilaron las grandes figuras del quehacer constructor de la fisonomía política y moral de la patria: desde Juan Pablo Duarte, principal ideólogo de la independencia y el más lúcido y puro de los gestores de la separación de Haití, hasta Francisco del Rosario, el aguerrido jefe político de la dominicanidad que entregó la vida en su defensa tras la alevosía liquidadora de los prosélitos de la monarquía española.   

Acaso no huelgue aprovechar estas glosas para recordar que la nacionalidad dominicana es la más heroica de América, afirmación que no se hace aquí por extremismo retórico, patriotismo pasional o impostado orgullo nacionalista. No. En realidad, eso es que lo muestra la historia del continente: desde el Estrecho de Bering hasta la Tierra del Fuego no hay un pueblo que haya demostrado más amor por la libertad y más disposición para la salvaguardia de su soberanía que el de la parte Este de la isla de Santo Domingo.  

En efecto, la nacionalidad dominicana echó sus primeros cimientos beligerantes con las valientes rebeliones de nativos y esclavos (1519, 1521, 1533, etcétera), se fue pergeñando bajo el audaz impulso criollista que se encaró con la ocupación francesa (1795-1809), intentó virilmente configurarse con la proclama independentista de Núñez de Cáceres, y alcanzó aliento patriótico sostenido y definitivo en lucha contra la ocupación haitiana (1822) y con el golpe separatista del 27 de febrero de 1844.   

Acunada en el amor por la heredad nativa y defendida a golpes de arrojo y armas primitivas, la nacionalidad dominicana más adelante debió enfrentarse, para sobrevivir, tanto con la traición interna como con una nueva ocupación foránea (1861), y lo hizo otra vez con tales bríos y heroicidad que su brioso talante bélico y sus espléndidas victorias no sólo restauraron en 1865 la independencia nacional, sino que terminaron definiendo y consolidando el Estado dominicano como entidad política con firme, continuo y perpetuo albedrío.    

Igualmente heroica fue la nacionalidad dominicana, a no dudar, cuando se mantuvo incólume ante los intentos de dominicanos sin fe ni decoro de mediatizar la independencia cediendo parte o la totalidad de nuestro territorio y nuestra soberanía a potencias imperiales (Báez y compartes, 1868-1870): siempre la entereza de los ciudadanos patriotas, muchas veces secundada por la solidaridad de ciertos espíritus esclarecidos de otras latitudes, se impuso sobre semejantes pretensiones.  

Heroica fue también nuestra nacionalidad cuando hizo resistencia al poder interventor del “Norte y revuelto y brutal” de la época del “Corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe” (“política del gran garrote”, l904-1916), y con base en los arrestos armados y la desafiante pluma o el ardor patricio del verbo de sus más preclaros pobladores, emergió lozana y robusta (1924) a pesar de que nunca faltaron felones que intentaron yugular la independencia nacional, depredar el erario o calzarse las botas del autoritarismo (1928-1961).  

Y más recientemente, la dominicanidad se vistió con el traje inconfundible del heroísmo cuando, tras el estallido de la insurrección (abril 1965) que procuraba el restablecimiento del gobierno democrático derrocado en septiembre de 1963 por malos dominicanos (auspiciados por el catolicismo conservador y una familia oligárquica, y apoyados por una embajada extranjera), huestes invasoras (con las que hizo causa común un régimen pelele que se había instalado en San Isidro) pisotearon nuestra soberanía: civiles y militares demócratas, con la razón acrisolada por la dignidad y el corazón henchido de patriotismo les hicieron frente en las calles, las avenidas y los callejones de la ciudad de Santo Domingo.  

Sólo esos selectos pasajes de nuestro devenir, valga la insistencia, bastarían para asegurar que tuvo razón el estadista caribeño que en un discurso memorable ante representantes de su nación y de todo el continente dijo que el pueblo dominicano es un “veterano de la Historia” y un “David del Caribe”: un pueblo que obtuvo su independencia a sangre y fuego, y que nunca se ha amilanado al momento de defenderla sin importar el signo político de la amenaza o la magnitud de las fuerzas invasoras.   

Y en los momentos actuales, cuando más que nunca urgimos de volver a mirarnos en el espejo ejemplarizador de nuestro pasado glorioso para continuar construyendo una patria grande y próspera para todos, se impone recordar que fue Duarte quien afirmó que “Vivir sin patria es lo mismo que vivir sin honor”, por lo que nos legó, siempre en su talante de maestro y líder, una exhortación que debe estar sempiternamente agitándose en el pensamiento y en la vida diaria de todos los dominicanos: “Trabajemos por y para la patria, que es lo mismo que trabajar para nosotros mismos”.   

Y ese trabajo pautado y reclamado por el patricio, precisamente, es el que desde una pequeña pero reluciente trinchera gubernamental ha hecho, continúa haciendo y deberá hacer siempre la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, ayer servida por destacados cultores de la Historia o del pensamiento y hoy bajo la rectoría del destacado intelectual y comunicador Juan Pablo Uribe, a quien es justo que tributemos este reconocimiento público por su trabajo.    

(Los amigos y relacionados del autor de estas líneas saben que entre éste y el licenciado Uribe ha existido una larga amistad, en su momento forjada al calor de la militancia política común y a veces de la comunidad de pensamiento, pero también saben que no es estilo suyo ejercer la loa y el ditirambo sin causa, y que si hoy está haciendo el elogio del trabajo de aquel es porque a su juicio lo merece, pues cuando haya que criticarlo o cuestionarlo también lo hará sin cortapisa alguna).   

No lo olvidemos, pues: ese laborantismo de rememoración y conciencia que acomete la CPEP (que identifica y realza las gestas patrióticas y sus protagonistas) reafirma nuestros valores como nación y siembra en la sociedad y en el alma del ciudadano el orgullo nacional y la determinación incontestable de que (bajo el sacrosanto lema de “Dios, Patria y Libertad”) hoy, mañana y siempre habrá República Dominicana. 

lrdecampsr@hotmail.com

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